Para servir a la comunidad

Mi reloj marca las ocho. Es una hermosa noche de verano, fresca, apacible. En verdad aburrida. Entonces un hecho inusual ocurre mientras espero el bondi: frente a la Escuela Municipal de Jardinería estacionan tres patrulleros, sus luces azules y blancas encendidas. Seis agentes uniformados descienden, ganan rápidamente la vereda, y abren de par en par las dos altas puertas en herrería que dan a la calle. Mientras tres las trasponen, los tres restantes regresan a las patrullas y abren los maleteros traseros. Hora de desplegar el arsenal, supongo.
A pesar de lo tarde que es, dejo pasar un bondi para ver qué clase de armas saldrán de ese maletero, intuyendo que en unos segundos asistiré a un tiroteo a la escala de los que nos tiene acostumbrados Hollywood. En cambio, desde el vano de una puerta apenas entreabierta del edificio de la Escuela, un hombre asoma su cabeza. Señalando el piso delante de él, dice:
-Déjenlos acá, Rupiérez.
Y desaparece.
Los seis agentes (policías uniformados, con arma, macana, e insignias reglamentarias) comienzan a extraer de los maleteros poco más de una docena de altas plantas en macetones de barro. Una a una las trasladan y las dejan allí, en el lugar exacto donde había apuntado el dedo de aquél hombre que ya no está.
La operación no lleva más de cinco minutos, en el transcurso de los cuales los seis agentes se cruzan con decenas de alumnos de la Escuela, que pasan junto a ellos charlando de sus cosas, quizá de algún nuevo procedimiento agroquímico para mejorar la calidad del trigo candeal, quizá del recital de Ricky Martin en el estadio de Vélez, quizá de la incidencia del graznido del pato macho en las composiciones musicales clásicas de la primera mitad del siglo dieciocho.
Lo que de seguro no hacen es ayudarlos a ingresar las benditas plantas. Es así como durante unos largos segundos los agentes a cargo de Rupiérez, macetones en mano, las altas plantas golpeándoles las narices, deben esquivar a los estudiantes, mantener los resbaladizos macetones en equilibrio, y colocarlos allí, en el lugar exacto frente a la puerta del edificio.
Poco después los maleteros se cierran, los policías montan a sus patrullas en parejas, y se marchan discretamente, tan discretamente como pueden hacerlo tres patrullas con sus luces azules y blancas girando sobre el techo.
Se me ocurren dos pensamientos contrapuestos: el primero, qué debe esperar un ciudadano respecto del resguardo de su seguridad si los guardianes del orden se encargan de transportar plantas de un lado al otro de la ciudad en lugar de cumplir con su función específica; el segundo, qué altísimo nivel de seguridad debe tener una ciudad para que seis policías distraigan su tiempo realizando tareas “extracurriculares” tan poco ortodoxas como lo es la entrega de plantas a domicilio.
Pero sé que nada es tan blanco ni tan negro.
Mientras recorro mentalmente una posible escala de grises, pasa frente a mí un patrullero que circula a paso de hombre. En la puerta lleva escrito en letras doradas “Para servir a la comunidad”.
Mi bondi llega enseguida, a tiempo para evitar cualquier pensamiento sarcástico.


Pablo Franchi (Publicado en Noticias Libres - Iowa, USA - abril 2008)