Inadmisibles antes de la tormenta

Ocho de la mañana. El día amanece gris: hace dos días que anuncian por radio y televisión la inminente llegada de la tormenta de Santa Rosa (1), y el cielo lo confirma. Dentro del bondi esa atmósfera parece haberse contagiado. No me refiero a que los que viajamos estemos apáticos o enojados o deprimidos, simplemente grises, como indiferentes a lo que nos rodea.
Entonces, en una parada cualquiera, eso cambia. Suben dos hombres cerca de la treintena, morenos, sonrientes, vestidos con trajes de colores llamativos. Se acercan al chofer (no hablan, se entienden con él por señas) y nos miran a todos desde allí, al frente, de pie, sus blancas sonrisas intentando modificar el estado del tiempo. Todos nosotros los miramos, por supuesto, porque es imposible no hacerlo: uno de ellos lleva un charango entre las manos y el otro apoya las suyas en un bongó que lleva colgado sobre el pecho. Nos desean un buen viaje, y ahí nomás, sin más preámbulos, atacan con una canción del altiplano que nos despierta. Mis pies se mueven solos al compás de la música, como los de los demás. Para cuando acaba la música el ambiente ya no es el mismo.
Les damos un caluroso y merecido aplauso, que los dos músicos agradecen con reiteradas reverencias, sonriendo, haciendo bromas acerca de la dificultad de tocar sus instrumentos en un medio de transporte urbano en movimiento. Caminan hacia el frente, sonríen. Hasta que ven al chofer: la palma abierta de su mano derecha dice algo.
Los dos hombres se detienen, apoyan sus instrumentos en el piso, se toman del pasamano, sus sonrisas desaparecen. Podría decirse que ellos mismos desaparecen. Intentan mimetizarse con el resto de nosotros, aunque no somos los mismos que vieron al subir.
El bondi para. Miro a través de la ventanilla: allí fuera hay un hombre de traje azul, calzada la típica gorra del guarda, el hombre que controla el correcto funcionamiento de la línea de transporte. El hombre recibe un papel con la tablilla que le alcanza el chofer, la completa, la devuelve, mira hacia dentro, corrobora que no hayan vendedores ambulantes o músicos a la espera de una propina. El chofer se hace el distraído, todos nosotros también, y volvemos a ser grises, como lo dicta el día, como debe ser.
Al menos hasta que el bondi arranca y regresa la música, los pies moviéndose al ritmo de la música prohibida como si nada hubiera sucedido. Afuera resuena el primer trueno como un golpe más del bongó.

(1) Esta tormenta, que suele producirse en las cercanías del 30 de agosto (día del santoral de Santa Rosa de Lima), en Argentina forma parte de una larga herencia popular, un hito en el calendario.
Pablo Franchi (Publicado en El Heraldo Hispano - Iowa, USA - agosto 2008)