Una de esas buenas noches

Mantenerse alerta o abandonarse al descanso. Ese es el nudo de una noche cualquiera.

Si hablamos de la noche en Buenos Aires, lo primero que nos viene en mente es la calle Corrientes, probablemente una Corrientes de hace varias décadas, asolada por noctámbulos porteños y extranjeros en busca de diversión. Luces, bares, restaurantes, cafés, teatros repletos. La Corrientes que nunca duerme.
También podríamos describir una Buenos Aires actual, en la que el espíritu nocturno que la caracteriza no reside ya casi con exclusividad en el centro, sino que se ha disgregado, tomando por asalto los cien barrios porteños a los que cantó Rivero. Más de lo mismo: centros de esparcimiento y diversión para noctámbulos. Gente despierta con ánimo de seguir despierta.
Desde hace algunos años hemos sumado a la lista un tema que también puede ser abordado, el de los cartoneros que recorren la ciudad como una horda pacífica, prolija, y ordenada durante la noche, y prácticamente invisible durante el día. Ellos no duermen a esas horas, no pueden hacerlo. Si hablamos teniendo en cuenta la situación actual, trabajan. Gente despierta obligada a seguir despierta.
Hablamos de la noche porteña y pensamos en salidas, espectáculos, diversión, esparcimiento, tal vez romance. Sin embargo quisiera ser más pedestre en mis apreciaciones, teniendo en cuenta que más allá de esta Buenos Aires cosmopolita hay otras Buenos Aires, en especial la ciudad nocturna que nos es habitual, cercana, y conocida, la que compartimos a diario con personas a las que quizá no volvamos a ver. No tiene nada de glamorosa pero para nosotros es mucho más cierta que una bienvenida salida esporádica. El viaje en bondi.
Es de noche. Las personas regresan a sus hogares después de un largo día de trabajo, para algunos bueno, para otros malo, para unos últimos indiferente, pero por lo general todos nos sentimos cansados por igual. Viajando en bondi todo lo que nos rodea nos incita a cerrar los ojos: el modo en que se mece el vehículo, el ruido apagado del motor (esa clase de sonido al que los italianos llaman suono cupo), el murmullo del tráfico, la brisa fresca que entra por la ventanilla, las conversaciones paralelas y cruzadas de nuestros compañeros de viaje, la repetición del mismo paisaje urbano de cada noche, el propio cansancio, la necesidad de poner, aunque sea por unos minutos, la mente en blanco.
No iremos a ver un espectáculo en plena calle Corrientes ni cenaremos en un restaurante frente al hipódromo de San Isidro ni recibiremos la madrugada al abandonar un club nocturno en pleno Palermo Viejo. Estamos sentados aquí, solos, la mirada perdida tras la ventanilla, el cuerpo cansado sintiendo este bamboleo conocido. Tampoco deseamos estar en otro lugar. Sabemos que el viaje puede hacerse largo, tedioso, aburrido, y muchas veces insoportable, pero del mismo modo otras tantas será amable y nos dará un tiempo a solas, el tiempo obligadamente a solas que el ritmo de la ciudad no nos permite disfrutar.

Digamos que es una de esas buenas noches. El bondi va semivacío, podemos elegir asiento, abrimos o cerramos la ventanilla a nuestra conveniencia, acomodamos sobre la falda nuestra cartera, mochila, maletín, o carpeta, miramos hacia fuera, y hacemos foco más allá de los límites que nos imponen las edificaciones del afuera. Queriéndolo o no, cerramos los ojos. De noche, después de unos minutos, es casi un acto reflejo. Intentamos mantener la cabeza erguida porque nuestros ojos se han cerrado no con la intención de dormir, sino de aislarnos de lo que nos rodea, o, por el contrario, de aguzar los otros sentidos para disfrutarlo. Pero no es fácil mantener los sentidos alerta. Varias veces el mentón baja hasta el pecho, otras tantas echamos la cabeza hacia atrás. Ni siquiera nos damos cuenta que acabamos de dormirnos.
Nuestro cuerpo se mueve siguiendo los caprichos del bondi cuando acelera o frena o toma una curva, pero el arrullo no cesa. Cada noche el bondi se transforma en una gran cuna compartida. De cuando en cuando alguien despierta, la abandona, y deja su lugar a otro viajante necesitado de descanso, otro pasajero al que le bastan pocos minutos para abandonarse y someterse plácidamente, víctima despreocupada de una dulce somnolencia incontrolable.


Pablo Franchi (Publicado en la revista Morticia - Buenos Aires, Argentina - noviembre 2008)